Editorial

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Movimiento, cerebro sistema nervioso y tú

El cerebro y el sistema nervioso juegan un papel clave en el control y la ejecución de nuestro movimiento, coordinando una compleja red de procesos que van desde la planificación hasta la adaptación a las fuerzas mecánicas durante la acción.

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El movimiento humano parece sencillo a primera vista. Caminamos, levantamos un brazo o giramos la cabeza y todo fluye. Sin embargo, detrás de cada gesto hay una coordinación exquisita entre el cerebro, la médula espinal y los nervios periféricos. El cerebro organiza y dirige un concierto de señales eléctricas que viajan en ambas direcciones: desde el centro de mando hacia los músculos y de vuelta, con información sobre la posición del cuerpo y el estado del entorno. El sistema nervioso asume, además, la adaptación constante de cada gesto, ajustando la intensidad, la dirección y el ritmo de la contracción muscular según la tarea y la situación.

Cuando planificás un movimiento voluntario, la corteza cerebral manda señales precisas a través de la médula espinal, que luego se desplazan a los nervios responsables de estimular a los músculos indicados. Este recorrido parece simple, pero involucra múltiples procesos de ajuste que permiten realizar gestos complejos, como bailar un tango o manipular una herramienta. El cerebro también recibe retroalimentación de receptores sensoriales y visuales, lo que permite refinar la precisión de cada movimiento. De esta manera, mantiene un control continuo de las acciones para que se ajusten a las fuerzas mecánicas y las circunstancias cambiantes.

Organización del movimiento

La coordinación motora depende de diversas estructuras. Por un lado, la corteza motora primaria genera las órdenes que activan los músculos. Sus neuronas se encargan de regular la fuerza y la dirección del movimiento. Por otro lado, la corteza premotora y la corteza motora suplementaria ayudan a la planificación y la secuencia de gestos. Al iniciar, por ejemplo, un ejercicio con pesas, estas áreas elaboran el “plan” que determina qué músculos se van a contraer primero y de qué modo se coordinan.

La médula espinal participa en la vía de transmisión. Dentro de ella residen circuitos que también pueden generar respuestas básicas sin necesidad de que intervenga el cerebro, como los reflejos. Un ejemplo es retirar la mano frente a un estímulo doloroso. Esa reacción inmediata se produce para proteger el tejido, y su velocidad se debe a que la médula puede encargarse del proceso antes de que el cerebro registre la sensación desagradable.

Aunque a veces se ve al cerebelo como un órgano secundario, su función resulta decisiva. Ayuda a afinar la postura, el equilibrio y la coordinación. Monitorea en tiempo real lo que el cerebro ordena y lo compara con la información sensorial que llega desde los músculos y las articulaciones. Si detecta una diferencia entre lo planeado y lo ejecutado, genera ajustes sutiles para que el movimiento sea más preciso. Quien aprende a tocar el piano, por ejemplo, requiere de esa supervisión permanente para desarrollar una habilidad fina que involucre rapidez y suavidad.

Los ganglios basales, ubicados en lo profundo del cerebro, también juegan un rol clave. Permiten la selección o inhibición de patrones de movimiento. Favorecen que una acción se lleve a cabo en el momento correcto y bloquean conductas que no sean relevantes. Este “filtro” se torna evidente en la vida diaria: caminamos y, al mismo tiempo, evitamos chocar con los muebles. Todo esto ocurre porque ciertas rutas neuronales se activan mientras otras se silencian, según la acción que se desee realizar.

Movimiento consciente vs movimiento inconsciente

El cerebro y el sistema nervioso se encargan de dos grandes tipos de movimiento: el consciente y el inconsciente. El consciente está ligado a la corteza cerebral. Requiere atención y planificación. Un ejemplo es manipular un objeto frágil con cautela. El cerebro delibera sobre la fuerza que se aplicará y el recorrido que seguirá la mano para no golpear nada. Mientras más novedosa o exigente sea la acción, más atención se dedica a esos detalles.

En cambio, el movimiento inconsciente ocurre sin que intervenga la voluntad. Incluye los reflejos y la actividad automática. El sistema nervioso autónomo regula funciones vitales como el latido del corazón y la digestión, que no se detienen aunque estemos concentrados en otra cosa. Esto permite ahorrar recursos cognitivos. De hecho, si hubiera que pensar en cada respiración, la mente se saturaría. El cuerpo maneja ese automatismo de manera muy efectiva.

La diferencia neurológica es clara. Los movimientos conscientes implican que la corteza motora, el cerebelo y los ganglios basales trabajen en conjunto para definir la acción con una meta específica. Los inconscientes descansan más en estructuras subcorticales y circuitos medulares. Allí hay patrones preestablecidos que se activan según la necesidad. Este diseño ahorra tiempo y energía mental, dejando el procesamiento consciente para lo que requiera más análisis.

Ahora bien, prestar atención a los movimientos cotidianos agrega matices interesantes. Si de pronto te enfocás en la forma en que caminás, podrías notar desequilibrios o tensiones musculares que pasan desapercibidos en el modo automático. El cerebro, al recibir esa conciencia extra, refuerza las rutas neuronales que permiten ajustes. Esto puede impactar tanto en la calidad de la marcha como en la prevención de lesiones. Además, los deportistas de élite entrenan horas con movimientos voluntarios hasta que, en la competencia, puedan ejecutarlos con mayor fluidez y menos gasto energético.

Beneficios de prestar atención a los movimientos

La "atención plena" durante la acción física puede tener resultados muy positivos para la salud del cerebro y el sistema nervioso. Conecta áreas cerebrales que, de otro modo, trabajarían de forma más dispersa. Cuando movés un brazo con concentración y notás la sensación de contracción en el bíceps, por ejemplo, tu corteza somatosensorial y tu corteza motora sincronizan datos de manera más intensa. Esa colaboración promueve la neuroplasticidad, que es la capacidad del cerebro de reorganizar sus conexiones.

La práctica regular de movimientos conscientes puede enriquecer la propiocepción. Esto se traduce en una mejor coordinación motora. Además, reduce la actividad en zonas cerebrales asociadas con el estrés. Varios estudios sugieren que prestar atención al cuerpo, incluso en actividades como caminar o estirarse, puede tener un efecto tranquilizador a nivel de la corteza prefrontal. Es un fenómeno que explica por qué ciertas disciplinas de tradición oriental, como el yoga o el taichí, reportan disminuciones en la ansiedad cuando se realizan con constancia.

El cerebro procesa de manera más eficiente la información sensorial si la mente está enfocada en la actividad que se ejecuta. Con esto se consiguen ajustes más finos. Por ejemplo, si corrés poniendo cuidado en tu técnica y en tu respiración, el cerebro afina la cadencia y la postura. Esto reduce el riesgo de impacto inadecuado en las articulaciones y mejora la economía del esfuerzo. Con el tiempo, se adquieren hábitos que pueden prevenir dolores articulares o contracturas musculares.

La atención enfocada en el cuerpo genera cambios estructurales. Se han observado incrementos en la densidad de materia gris en regiones que gestionan la consciencia y el control motor. Estos cambios actúan como una reserva cognitiva que podría proteger frente al envejecimiento. Un adulto mayor que mantiene el hábito de moverse con atención podría conservar mejor su equilibrio y su coordinación al realizar actividades cotidianas.

Sumar conciencia corporal también brinda beneficios emocionales. Al notar la respiración y el pulso, la persona se vuelve más sensible a los signos de estrés. Esto habilita la posibilidad de regular las respuestas fisiológicas antes de que alcancen niveles altos. A la larga, esa autorregulación puede contribuir a una mayor estabilidad anímica y a una sensación de control sobre el propio cuerpo.

Formas de cultivar la conciencia corporal

La conciencia corporal no se limita a disciplinas formales. Puede practicarse en cualquier momento. Actividades de la vida diaria ofrecen oportunidades de prestar atención a los gestos. Al lavarte los platos, podés notar cómo movés las manos y la distribución de tu peso al estar de pie. Este ejercicio sencillo enseña a registrar señales que pasan desapercibidas cuando la mente está en piloto automático.

El “escaneo corporal” también es útil. Consiste en dedicar un minuto para recorrer mentalmente distintas zonas del cuerpo, registrando sensaciones de tensión o comodidad. Practicarlo al despertar ayuda a identificar posturas inadecuadas adoptadas durante el sueño. Repetirlo antes de dormir promueve la relajación y mejora la calidad del descanso.

El yoga, el taichí y el pilates son ejemplos clásicos. Proponen un modo de ejercitarse que armoniza respiración y movimiento. En cada postura o transición, la atención se mantiene enfocada en la alineación articular, la sensación muscular y el ritmo respiratorio. Con la repetición, el cerebro aprende a integrar esos datos de manera estable, lo que potencia la coordinación y promueve un estado mental sereno.

Quienes prefieren actividades más dinámicas, como correr o nadar, también pueden aplicar esta atención. El truco está en registrar la pisada, la postura de la espalda o la cadencia de brazadas. Con la práctica, esos ajustes se vuelven naturales. El cerebro consolida patrones más eficientes que facilitan la prevención de lesiones.

La respiración consciente es un pilar transversal a cualquier método. Tomarse unos instantes para inhalar y exhalar de forma profunda sincroniza el ritmo cardíaco y la actividad neural. Permite una mayor oxigenación y favorece la concentración. Este pequeño detalle refuerza la conexión mente-cuerpo en cualquier disciplina.

El movimiento, ya sea automático o voluntario, se construye mediante un diálogo constante entre el cerebro y el resto del cuerpo. La diferencia radica en cuánta atención se presta al proceso. Centrarse en el cuerpo y en la ejecución de los gestos puede mejorar la coordinación, aligerar el estrés y favorecer la neuroplasticidad. El cerebro se vuelve un colaborador más flexible y receptivo. Alcanzar esa unión entre mente y acción requiere práctica, pero sus beneficios se hacen sentir en la salud física y en la solidez emocional. Si querés dar el primer paso, basta con elegir un momento cotidiano y enfocar la atención en cada detalle de tu movimiento. De esa forma, tu sistema nervioso se fortalece y tu conciencia corporal florece.


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Berenice V.